La educación será nuestra primera prioridad” es una de las frases preferidas de todo político en campaña. Sean de centro –el nombre eufemístico de la derecha argentina–, la llamada centroizquierda, o la izquierda. Todos nos hablan del futuro visualizado en aquellos hombres y mujeres que hoy lucen guardapolvos blancos. Reconocen durante los ardores de la campaña que un país sin educación está condenado al atraso y, por ende, al fracaso. Pero al devenir de candidatos en funcionarios, comienza, en una parte importante de ellos, un proceso de metamorfosis en el que la “realidad” les pone por delante otras “urgencias” y “prioridades”. Hay que cumplir con los aportantes de la campaña, hay que ocuparse de temas más electorales porque, lo sabemos, en el momento de la asunción comienza la nueva campaña y, claro, los chicos no votan. Así van quedando para quince días antes del comienzo de las clases las obras de construcción y refacción de las escuelas, obras que resultan tan elementales y necesarias para la habitabilidad que ponen en riesgo el inicio de clases. Y viene el apuro, la mala praxis de la arquitectura escolar que generará durante el ciclo lectivo, como todos los años, alguna desgracia que lamentar. Pero también están los sueldos docentes condenados por la lógica perversa de la eterna postergación a la discusión en el límite, invirtiendo la carga y haciendo responsables a los maestros de la incertidumbre sobre el inicio del año escolar. Todos los años asistimos al mismo escenario consternados. Si desde los distintos estamentos del Estado no se deja en claro con hechos concretos y palpables que efectivamente la educación es la prioridad, la función de la ejemplaridad ejerce en el peor de los sentidos su misión y continuará devaluándose un concepto que distinguió y todavía distingue a la sociedad argentina, la importancia de una educación de calidad accesible para todos. Si desde el Estado en todos sus niveles no se dan señales claras de que el tema importa en tiempo y forma y que no se improvisa para “cumplir” mal y a las apuradas, el mensaje que se transmite es inequívocamente claro. Nuestros chicos no pueden estudiar como estudian en muchos establecimientos que no reúnen las mínimas condiciones de higiene, seguridad y confort. La escuela debe ser un lugar querido, amigable, contenedor, que ayude a aumentar y en algunos casos a crear la autoestima en los chicos, muchos de ellos víctimas de una sociedad desgarrada por décadas de problemas socioeconómicos que se manifiestan cotidianamente en el deterioro de la calidad de los vínculos familiares. La escuela pública cumple entre nosotros múltiples roles que seguramente la exceden, allí millones de pibes argentinos estudian, pero también comen su comida principal, a veces única; allí se socializan y comienzan a perfilarse aquellas vidas que cada día nuestros maestros tratan de orientar y de tornar positivas y vitales. No puede haber nada más importante para un país que la salud, el bienestar y la educación de sus niños; es una premisa de la naturaleza, “los niños primero”, que debería estar por encima de cualquier mezquindad especulativa.
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